Nueva Orleans: la seguridad
ambiental*
Por Enrique Provencio / Revista Nexos 334
Ciudad de México, Octubre 2005
Las secuelas de la
inundación de Nueva Orleans, generada por el
impacto del huracán Katrina
del 29 de agosto, han ido e irán más allá de lo
que dure el drenado de la
ciudad.
| El desastre anterior con tanta resonancia mundial, el
derivado de los tsunamis del 26 de diciembre de 2004, había
causado conmoción
por su alcances cataclísmicos, pero sobre todo por el elevado
número de
fallecimientos, más de 200, 000. El de Nueva Orleans no tuvo
tanto el signo de
lo naturalmente inevitable, como el origen geológico de los
tsunamis, sino sobre
todo la marca de la incapacidad para prevenir los impactos y la
impericia
operativa y política para atender una emergencia, aún
tratándose de una nación
tan rica como estados Unidos. |
El desastre anterior con tanta resonancia mundial, el
derivado de los tsunamis del 26 de diciembre de 2004, había
causado conmoción
por su alcances cataclísmicos, pero sobre todo por el elevado
número de
fallecimientos, más de 200 mil. El de Nueva Orleans no tuvo
tanto el signo de
lo naturalmente inevitable, como el origen geológico de los
tsunamis, sino sobre
todo la marca de la incapacidad para prevenir los impactos y la
impericia
operativa y política para atender una emergencia, aún
tratándose de una nación
tan rica como Estados Unidos.
La atención recibida por el
desastre no surgió sólo por
tratarse de una ciudad estadounidense
o por haber tenido tan apabullante cobertura mediática, sino
también por el
alcance del desastre humano y por el nivel económico y
físico de los daños, así
para los habitantes de Nueva Orleans como para el resto del
país. Cientos de
miles de desplazados, la mayoría pobres, enfermos o ancianos,
hacia otros
estados, más de cien mil millones
de
dólares por el daño directo y un área urbana
emblemática declarada oficialmente
inviable para ser habitada al menos durante meses, entre otras razones
duras, le
dieron al caso tintes de catástrofe.
A eso se sumó una
reacción de asombro al principio, y de
irritación en las semanas siguientes, por la mediocridad con la
que se organizaron
las tareas iniciales de rescate y recuperación, por la torpeza
política con la
que reaccionaron no sólo el Presidente Bush sino también
los organismos
públicos sobre todo federales, y por la vinculación de
los impactos de Katrina
con el cambio climático.
Pero quizá el mayor
desconcierto fue surgiendo del saber que
una inundación como esa no sólo estaba pronosticada sino
también modelada con
todo detalle, y que las autoridades estaban alertadas sobre las
consecuencias
que podría tener no sólo un huracán de la magnitud
e intensidad del Katrina,
sino de fenómenos naturales menos graves. Como sucede casi
siempre en estos
casos, pronto el asunto deja de ser visto sólo como natural para
tratarse como
lo que también son casi
todos los desastres: un problema humano,
organizativo, y además, sí, político.
¿Estaban los efectos del
Katrina dentro del rango de lo
previsto y lo previsible, o fue algo extraordinario? Una nota ahora
famosa
aparecida en Scientific American en
octubre de 2001, daba cuenta de las transformaciones ocasionadas a los
sistemas
naturales de la zona del delta del Mississippi y del ritmo al que
continuaban
retrocediendo sus costas y alterándose el complejo lagunario y
costero sobre el que se basaba la
dinámica ecológica
de la zona en la que se encuentra Nueva Orleans. La nota
reseñaba escenarios
desastrosos sobre todo por inundaciones.
Otros reportes previos a 2005 dan
cuenta de estimaciones
precisas, y ahora corroboradas, sobre los niveles a los que
podrían llegar las
inundaciones, su secuencia y las áreas más expuestas,
sobre todo como
consecuencia del hundimiento progresivo de la ciudad por la
alteración de los
flujos de circulación hidráulica entre el río, los
lagos y el sistema costero,
que lleva ya en proceso muchos decenios,
a partir sobre todo de la expansión urbana en áreas que
eran de por sí inundables
y que habían estado protegidas por canales, diques y sistemas de
bombeo.
El daño podía ocurrir,
estaba dicho, incluso sin necesidad
de grandes anomalías, como las que pueden esperarse del cambio
climático
global. Este es un punto que ha ocasionado confusiones:
¿desastres como el
Nueva Orleans se deben al cambio climático, son consecuencia del
deterioro
acumulado de los ecosistemas locales, o hay una relación
discernible entre
ambas escalas de procesos? Las preguntas, por lo demás, se
extienden a muchos
otros casos y regiones concretas, pero no parece haber respuestas muy
contundentes, al menos en la producción publicada del principal
y más
calificado consorcio de estudios sobre el tema, el Panel
Intergubernamental de
Cambio Climático.
Eso no quiere decir que no haya una
tendencia discernible en el cambio climático, y
tampoco significa que éste no tenga asociado un mayor riesgo de
desastres
naturales. Está claro que el cambio climático está
en proceso, que ya puede
estar teniendo repercusiones concretas, y que los escenarios más
probables para
el siglo XXI apuntan a todo tipo de costos crecientes por su impacto.
Lo que no
suele aparecer tan claramente es el grado en el que un fenómeno
específico está
determinado por el cambio global y/o por el
deterioro local o regional, e incluso por
la mayor vulnerabilidad en la que están entrando zonas con
urbanización y en
general transformación crecientes en áreas
frágiles, incluso como la Ciudad de
México.
Ya irán apareciendo evidencias
los próximos meses, pero se
perfila la idea de que el desastre de Nueva Orleans estuvo más
influído por la
propia intervención y modificación de las defensas
naturales locales y del
sistema costero cercano, que por causas meteoreológicas
extraordinarias. De
hecho Katrina no fue un huracán que haya tenido magnitud e
intensidad mayor a
otros en la zona, pero en esta ocasión las defensas estaban ya
más debilitadas
o no habían sido puestas al día, o el sistema natural se
había vuelto más
vulnerable, como ahora sabemos que lo estaban diciendo desde hace
tiempo
expertos locales.
Pero se sabe bien que la peor
combinación es una vulnerabilidad
física mayor con la
vulnerabilidad social creciente, y más cuando no se tiene claro
a que grados ha
llegado la vulnerabilidad social. A veces ésta tiene
relación con la falta de
medios o recursos para prepararse ante amenazas o para prevenirlas y
para
enfrentar las secuelas del impacto, lo que es más común
en países pobres; a
veces con la debilidad organizativa para anticiparse a los
fenómenos naturales
o para alertar a la población, otras con dificultades de diverso
tipo para
organizar el rescate o la reconstrucción, y en ocasiones con la
falta de solidaridad y apoyo entre la
sociedad y los
afectados o entre los afectados mismos.
Nadie puede decir que Estados Unidos
carezca de medios para
detectar tempranamente los huracanes o para pronosticar su curso.
Tampoco parece
haber funcionado mal la alerta en sí misma a la población
de la zona. Lo que
falló, y eso es lo que sorprendió antes que nada a los
propios estadounidenses,
fue la capacidad de respuesta: la
estructura organizativa para reaccionar oportunamente, valorar
rápido los daños, estimar la ubicación
y el número de los afectados, movilizar la ayuda material y
sanitaria, unificar
y hacer visible el mando operativo, encauzar a tiempo y en orden las
brigadas
de auxilio, identificar y operar los medios logísticos,
anticiparse al saqueo y
evitar el pillaje con ayudas urgentes a quienes perdieron sus bienes
elementales, disponer los refugios y mantenerlos en buen estado, y
activar y
proyectar la disposición gubernamental del más alto nivel
para movilizar mejor
no sólo a las organizaciones públicas sino también
a los grupos civiles de apoyo
e incluso a la ayuda externa.
En síntesis, operó mal
lo que desde hace años se viene
tratando de fortalecer en todo el mundo por la tendencia observada de
incremento de emergencias por distintos motivos, y ante lo que varios
organismos internacionales han venido tratando de impulsar las
capacidades de
gobiernos y sociedades. Nada de eso se
improvisa días antes de una amenaza meteorológica y menos
durante la emergencia
y en los primeros días del impacto. A veces parte del desastre
es la respuesta
gubernamental y social desastrosa, que se va incubando por la falta o
el
debilitamiento de los sistemas de prevención y atención
de las emergencias, y
eso es lo que parece haber ocurrido en el caso del desastre de Nuevo
Orleans.
Pronto habrá investigaciones y
resultados concluyentes sobre
ello, pero lo que apareció en las primeras semanas de septiembre
fue primero
una intervención desorganizada y tardía, y luego una
movilización que empezó a
poner en juego los medios y recursos de que dispone un país
rico, preparando
una respuesta que se debate entre
la reconstrucción destructiva y la
deconstrucción creativa, como dijo oportunamente un experto
aludiendo al
dilema de hacer más de lo mismo y esperar que ocurra otra vez un
desastre, o intentar recomponer las cosas
con
soluciones de fondo, que serían muy costosas y prolongadas.
La secuela de Katrina tendrá también que ver con un
cuestionamiento a la otra seguridad: la que tiene relación con
los soportes
naturales de los sistemas de vida, con el aprovisionamiento de
servicios
básicos para que funcionen las ciudades y muchas actividades
productivas y en
fin, con la seguridad ambiental a escalas planetarias y locales. En la
escala
global la urgencia que se pone de nuevo sobre la mesa es la del modelo
energético que se encuentra en la base de las emisiones de gases
con efecto
invernadero. En la escala local el tema es cada vez más la
mitigación del
impacto causado ya o en proceso, y el esfuerzo de adaptación
ante los probables
impactos tanto del deterioro ecológico ya acumulado, o el
previsible por el
cambio global que esta ocurriendo ya.
Ello obliga sobre todo a reexaminar nuestras
capacidades a
lo largo del ciclo de identificación, prevención y
mitigación de riesgos, de
atención de emergencia, reconstrucción y
evaluación del desastre, asunto que
aparece de manera intermitente pero que no logra arraigar en nuestra
cultura
pública, como recién volvió a decirse en la conmemoración del vigésimo
aniversario de los
sismos del 19 de septiembre de 1985. Y es una tarea inevitable que
sigue
enfrente: una actitud de mayor alerta ante los riesgos, un sentido
renovado de
responsabilidad de Estado ante la seguridad vital de la sociedad,
más ciencia e
información, y una organización pública en
afinación y fortalecimiento
constantes para contar con capacidad de respuesta. Si no, siempre
estaremos a
punto de que el blues sea también por cualquier punto de la
parte nuestra del
Golfo de México, o del Caribe, o del Pacífico… y
así.
* (Esta nota, con algunos cambios
editoriales, fue publicada
en Nexos 334, Oct. de 2005, págs. 10-12. El texto fue entregado
el 10 de
septiembre de 2005, y tenía como título original “La otra
seguridad, o el blues
de Nueva Orleans”.)
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